Jesús, el profeta de Nazaret, confió
a la fuerza y a la elocuencia del símbolo gran parte de la eficacia de su
mensaje. Sus discursos, están llenos de imágenes
usuales y cotidianas de sus parábolas y de las semejanzas. Jesús no siente
nunca la necesidad de demostrar. Se limita a anunciar, a afirmar, a ilustrar, a
enseñar.
También muchas de sus acciones, como
a menudo había ocurrido entre los antiguos profetas, son esencialmente
alusivas, simbólicas y contienen ya en sí mismas la clave de su interpretación. Junto a estas palabras y acciones
proféticas, están los gestos rituales a los que Jesús se sujeta lo mismo que
todos sus hermanos de estirpe y religión (bendiciones, oraciones, imposiciones
de manos, bautismos en el Jordán, banquete pascual, peregrinaciones); pero no
rara vez, en sus manos estos gestos usuales adquieren un significado
completamente nuevo (el pan es su cuerpo, el vino es su sangre para una alianza
nueva y eterna, su bautismo no será sólo en el agua, sino en el agua y en el
Espíritu).
En estos gestos, en estas palabras y
en la virtud que les acompaña se contiene un mensaje que ningún discurso
razonado podría expresar con la misma eficacia.
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