El lenguaje sacramental, como
lenguaje simbólico aplicado "a las cosas que se refieren a Dios"
aparece como uno de los aspectos humanos que el Hijo de Dios, al encarnarse,
hubo necesariamente de apropiarse. Al hacerse hombre, Dios asume todo lo humano
y transmite su don de salvación y de gracia a través de los que son los canales
e instrumentos accesibles al hombre.
Dios no puede hablar más que un
lenguaje humano. La lengua del diálogo la impone el destinatario del mensaje. Al
hacerse uno de nosotros, uno como nosotros, debió y quiso hablar como uno de
nosotros, sirviéndose de nuestros instrumentos y criterios de expresión y de
comunicación. Lo que tenía que decir no podía ni describirlo ni explicarlo;
sólo podía anunciarlo. Para hacerlo usó la lengua de la gente sencilla y de los
pobres, de los poetas y de los místicos, el lenguaje de la pasión y del amor,
de la experiencia cotidiana y de la mística, el lenguaje de la oración, de la
emoción, de la profecía: lenguaje alusivo, pregnante, que arrastra, hecho de
símbolos y de signos, de gestos y de figuras, de metáforas y de parábolas. Un
lenguaje común y universal, por estar hecho de imágenes comunes a todos,
construidas sobre la experiencia de todos, tejidas con el hilo de la vida
cotidiana.
Pero al asumir las palabras de todos
los días y al proponerlas a quienes le escuchaban, las iba cargando de
significados nuevos, de valores inéditos. Repetía los ritos religiosos de sus
coterráneos y correligionarios; pero al usarlos los renovaba, convirtiéndolos
en vehículos de una salvación real y perfecta.
Dios quiso darle al hombre la única respuesta que podía apagar
su sed, la única válida y verdadera, fundada en la fuente de salvación y de
esperanza que el mundo conoce: la vida, la palabra, la pasión, la muerte, la
resurrección, la glorificación de Cristo.
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